Juntaletras

Escribir, de algún modo, es plasmar la vida, la realidad en el folio en blanco. La imaginación y la creatividad del autor juegan un papel crucial en el proceso. Sin dichas cualidades, elevadas a la máxima potencia, leer lo que otro escribe sería un soberano aburrimiento; tan tedioso resultaría como leer unos apuntes mal redactados o imbuirte en la biografía de un personaje que poco, o nada, de importancia ha hecho.

Lo cierto es que escribo. Escribo mucho más de lo que publico, e imagino tanto que a veces se escapa a mi precisión de "juntaletras". No me considero escritora y no es falsa modestia, creo que un escritor es aquel que crea una rutina de trabajo y acaba dedicando su jornada a hacer y deshacer historias. Yo solo escribo de forma esporádica, como quien se toma una copa para evadirse. Y así, con el regusto del licor escogido, hilvano algunas historias. Pero no sé escribir. Estoy leyendo algunas cosas y me doy cuenta de que no sé escribir; o más bien, no sé desvincular lo que vivo con lo que escribo. Mi imaginación pone mucho, pero si se rasca un poco se llega a la verdadera historia que ha inspirado la que he plasmado en el papel. Igual ese procedimiento es el que consigue que mis cuatro relatos lleguen a los lectores. Puede ser que algo que veo como un defecto, no sea nada más que el ingrediente perfecto en mi forma de escribir. Sin embargo, cuando escribes desde dentro, de forma visceral, pensando en las mil y una posibilidades que la vida te ofrece; acabas plasmando pensamientos tan profundos que, al desvincularte de ellos, duelen.
Y acabas releyendo tus textos, en los que los protagonistas anónimos se han revelado contra ti misma y han decidido emprender nuevas historias. Se burlan de tu ignorancia, de tu aires de superioridad cuando te sientas delante del teclado y te crees omnipotente. A veces parece que hasta hacen mojigangas desde dónde quiera que estén ahora, en una realidad que tú no inventaste para ellos.

- Mamá, ¿qué haces?- ya vuelven a susurrarme como "pepitos grillos". Lo mejor es ignorarlos y seguir escribiendo, nunca dejar de escribir.

- Mamá, el teléfono ha sonado mil veces- excusas que inventan para sacarme de mi momento de concentración. Continúo.

- Laura, cariño, acaban de llamar del colegio. Al parecer te has dejado el móvil allí esta mañana - una voz dulce y conocida me saca de mi ensimismamiento. Viro la cabeza hacia la puerta de mi despacho y descubro a Aitor y a mi pequeño Pablo sonriéndome desde el umbral.

- Creo que deberías apagar el ordenador, después me riñes por no dejar la play- el tono de reproche de este adolescente me quema constantemente; pero tiene los mismos ojos que su padre y así se lo perdono todo.

- Apago- mascullo mientras cierro el documento de word y lo escucho marcharse escaleras abajo. Aitor se acerca a mi escritorio y me rodea con su brazo. Yo me dejo hacer.

- ¿Has escrito mucho?- pregunta mientras me besa el pelo.

- Creo que no sé escribir, Aitor, me he dado cuenta hoy - aún no he terminado de pronunciar esta última frase cuando él comienza a reírse a carcajadas. Pongo cara de póker porque lo digo en serio, me siento una impostora esta tarde. Por fin deja de reírse al ver mi reacción.

- Sabes escribir, siempre has sabido escribir. Tus historias son reales, son reflejo de tus pensamientos y eso es lo que las hace tan especiales, Laura.

- Pues se me han escapado un par de personajes...

- ¡Déjalos!, igual se encuentran de nuevo o, quién sabe, puede que encuentren a otros personajes y tengan la amabilidad de regresar para presentártelos- sonríe tras sus ojos claros.

- Ya, pero hacían tan buena pareja...- digo con la tristeza de que quien ha sufrido un desengaño amoroso, como si me hubiesen roto el corazón.

- Probablemente solo veías tú esa posibilidad. En la escritura, como en la vida, no hay que forzar nada.



Luciérnaga

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