Desde un secreto cajón...

Dejó su cuaderno sobre la mesa de la cocina y, con el pico de su delantal gris oscuro, limpió una lágrima que resbalaba velozmente recorriendo su mejilla. Sorbió el llanto que, en forma de mucosa, se agolpaba en su nariz; mientras permanecía con la mirada perdida. No dejaba que nadie la viese así: con un rostro apenado, un cuerpo abatido en medio de una cocina desangelada y un mandil repleto de lágrimas. Solo se permitía estar así en compañía de su cuaderno. Ahora, tocaba meterlo en su cajón y cerrar con llave.

De nuevo se dibujaría una media sonrisa en los labios, pellizcaría sus mejillas para sonrosarlas y volvería a los fogones. Y mientras guisaba con dulzura y buen hacer, a la espera de que todos se sentasen a la mesa, su cuaderno palpitaba desde su escondite con llave, como un corazón débil y enfermo. Las páginas, llenas de faltas de ortografía e impregnadas de los olores propios del sofrito de múltiples guisos, decían cosas hermosas que nunca serían publicadas.

Tal vez, algún día, un joven de veintitantos, casi rozando la treintena, pueda leerlas y descubrir en ellas mucho de lo que animó a su espíritu adolescente e incansable en tiempos difíciles. Quizás, todas esas palabras que a su abuela se le aturullaban en la garganta sin poder emitirlas; a él le llegaban desde un secreto a cajón de cocina hasta la cama fría del hospital. Y, quizás también, releyéndolas, el chico busque a tientas algo para limpiar una lágrima escurridiza cuyo final de camino, no es otro que el pico de un mandil gris oscuro.

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