Las golondrinas visten versos

Calurosa tarde de finales de Agosto, escondida, desde la rama más fuerte de este naranjo he visto a un poeta que me miraba, cuaderno en mano, anotando. Quizás pedía versos, quizás solo una preposición: no lo sé. El caso es que me observaba como si yo fuese una creación, un verso por escribir. Me sentía desnuda ante su mirada profunda. Temí. Desplegué mis alas y mudé de árbol, de rama. Desde allí lo observé buscándome, inquieto, incluso podría decir que triste.

Testarudo seguía esperándome cada tarde. Yo permanecía escondida, inmóvil; no quería seguir las reglas ortográficas que él estimase oportunas. Los poetas no son libres, no alzan el vuelo; están sujetos a normas gramaticales, al orden sintáctico, a usar figuras retóricas. Permanecí oculta.

Otoño.

Invierno.

Una tarde de abril, al marcharse, dejó en su banco de piedra un trozo de papel. Se alejó. Revoloteé hasta llegar al banco para no ser vista. En mi pico me llevé el papel olvidado y, una vez a salvo, leí su contenido:

"Hay un mundo
en el que las golondrinas
visten versos.
En el que si te fijas en ellas
las verás bajo algún naranjo en flor
atusándose, purgándose de las comas.
A las golondrinas no les gustan las pausas
su verso es como su vuelo,
libre, sin paradas".

Volví a mi rama, la de siempre; la rama donde el poeta me descubrió desprendiéndome de todas las comas. Y cada tarde nos miramos, nos desnudamos de formalismos: él siendo mi poeta, yo siendo su golondrina.

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