¡Sonríeme!

Hoy, como todos los lunes de este curso, he llegado a clase unos minutos tarde. Venía tan deprisa, tan rápido que no he reparado en nada. Tan solo al entrar en la habitación que el joven profesor usa como aula, he sentido el calor de la estufa. Con las prisas me he incorporado a la clase cuanto antes y hemos empezado a ver derivadas y problemas de esos que tanto le gustan a los de matemáticas. Por un segundo, como me pasa cuando no me interesa en absoluto lo que oigo, me he despistado en mis propios pensamientos. Es entonces cuando he recordado:

Hace unos meses, en mi frenética carrera para llegar a clase casi puntual, me cruzaba con un chaval alto, delgado, de ojos profundos y sonrisa socarrona. Me saludaba, a menudo destacando mi impuntualidad y yo le decía adiós casi sin aliento. Hoy no le he dicho adiós, no me lo he cruzado. ¡Eso era!

- ¡Y ese es el límite finito de esta sucesión!

Eso mismo dijo el profesor mirando fijamente, como si adivinase mis pensamientos. Creo que, de algún modo, él también añoraba esa sonrisa constante, burlona pero cariñosa al mismo tiempo.

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