El remedio de escribir
No quería escribirle. ¡No! Los separaban
miles de kilómetros y los días se hacían tediosos. Pero, si tan convencido
estaba de que lo mejor era no escribirle, ¿por qué lo hacía? La respuesta
saltaba a la vista, pero él no se daba cuenta.
Sentado frente a la ventana de su
improvisado dormitorio, en aquella remota aldea, vio amanecer. Otro amanecer.
Todo era monótono y repetitivo, incluso las tareas que llevaba a cabo en el
poblado. Y lo peor, era dedicarles tiempo a los niños. Lo hacía con gusto, desconectaba.
Pero cuando volvía a centrarse en sus pensamientos, todos lo conducían a la
rubita de ojos azules que había dejado en España: su niña. El motivo de su
existencia. Estaba siendo horrible.
Fotografió la salida del sol,
emergiendo tras el baobab que le fascinaba. Tenía la galería de su Redmi 8,
lleno de fotos que no compartía. Ni en Facebook, ni en Instagram, ni siquiera
por wasap. No quería escribirle. Y no se daba cuenta de que rompería aquella
monotonía si lo hacía. No era consciente de lo que había cambiado todo desde
que se fue. No quería reparar en el hecho de que cuando se escribían, cuando
bromeaban, cuando se preocupaban el uno por el otro, todo era mejor.
¿Seguiría preocupándose por él?
¿Pensaría en la situación que estaba viviendo? ¿Le importaría todo aquello?
Ella no escribía. Había sido
firme. Y a él se le aturullaban todas esas preguntas en el pensamiento y, a
veces, en la garganta. Pero no las hacía. Seguían paseando por su cabeza,
acompañando a otras tantas emociones, que no acababa de exteriorizar. Y las
acallaba volviendo a jugar con el pequeño Nimbú, que recién levantado se
desperezaba dándole la mano, para que lo acompañara en busca del balón.
Libélula
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