La carta

Se sentó delante del ordenador con las ganas y la ilusión de quien se enfrenta a algo por primera vez. Sin embargo, no era su bautismo en aquellos lares, ella ya había tecleado o garabateado, según la ocasión, cartas similares. Esta vez me percaté de que sus nervios eran insólitos, nuevos para Laura; quizás porque nunca había pensado escribir una misiva así:

Queridos,

Se acerca la fecha y no había encontrado el momento oportuno para sentarme y redactar la carta, mi carta. He de confesaros que estoy más nerviosa de lo habitual, tal vez sea mayor la ilusión que siento en esta ocasión. Mil vueltas he dado a las posibles peticiones que podía haceros esta vez. De verdad que no sé muy bien ni el porqué de estar empezando esta carta después de tanto, pero aquí estoy.

Probablemente, tantos años sin teclear han hecho que pierda un poco la práctica: no sé ni cómo dirigirme a vosotros. Os hablo desde la confianza que da tanto tiempo juntos, con tantas experiencias, algunas mágicas, compartidas; de modo que los formalismos pueden pasar a un segundo plano. Y si para vosotros no es así, disculpadme.

El 2 de enero me pilla un poco desubicada porque no sé muy bien qué hacer: espero ansiosa la noche que nos fascina aunque también ando tarareando coplillas al ritmo del 3x4 y es que esto ya está aquí. Así que entre copla y copla, saco un poco de espíritu navideño para dirigirme a vosotros.

"¡Venga, Laura!Déjate de tantos rodeos y divagaciones". Eso es lo que imagino que estaréis diciendo los tres mientras leéis mi carta. Y sí, estoy divagando demasiado; irremediablemente me estoy yendo por los Cerros de Úbeda que, haciendo honor a la verdad, siempre me tiraron mucho...¡Cuántos recuerdos!

De eso quería hablaros, de la infinidad de vivencias que se agolpan en mi cabeza al sentarme frente al "word" en blanco. Y es que mi epístola no tiene otro fin que el de pediros, casi como un favor, casi como si fuera una tarea heroica, colosal: que mantengáis mis recuerdos. Averiguad el modo de que no salgan de mi cabeza...


La carta quedó inconclusa. Los tres teníamos un brillo cristalino en nuestras miradas. El único modo del que disponíamos, a día 5 de enero, para que sus recuerdos no se perdieran era ofrecerle a Laura escribir, escribir y releer todo lo que había escrito durante toda su vida. ¡Era frustrante! Tres, éramos tres los neurólogos que veíamos a Laura con asiduidad y no conseguíamos frenar su enfermedad. Aquella noche, los tres pedimos un deseo al ver pasar la estrella que guiaba a Sus Majestades. Una única petición; sin acuerdo previo; sin carta; pero con un solo nombre: ¡Laura!


Luciérnaga

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