Paso firme

Caminaba de forma decidida, rápida. Creyendo que pisaba en firme, quizás era la vez que más segura de sí misma estaba. Todo lo tenía en orden: lo que necesitaba, lo que no, lo que tenía, aquello que no quería... ¡Todo!

Pero, a veces, nuestros pasos no dependen solo de nosotros. Y esto es algo que se nos olvida. Las calles. Las calles no son solo nuestras. No somos los únicos transeúntes. Puedes cruzarte con alguien que te haga virar, cambiar de rumbo o que, simplemente, haga que te detengas. Puedes parar un rato y seguir tu camino; caminar con esa persona... ¡Ah, las calles!
Las calles son libres y ofrecen libertad; por eso su gente va y viene como y cuando quiere. Y por eso, ella muchas veces había dejado a gente atrás o en la acera; algunos, incluso, en la misma carretera. En otros momentos, había decidido cambiar de calles, de plazas, de ciudad... Y era, justo en ese momento, en una calle nueva de una ciudad nueva cuando su paso firme se vio trabado por un socavón en la calle. Se torció el tobillo, la obligaron a reposar.
El tedio casi se apodera de la chica de pasos firmes. Y digo casi porque descubrió que, a veces una torcedura y un bache te reconducen y te hacen reflexionar. Nuestra chica de tobillo torcido llegó a la conclusión de que no hay calle perfecta, no hay viandantes idóneos, ni zapatos mejores; todo depende de cómo lleves cada uno de esos elementos para conseguir disfrutar de tu camino; aunque tropieces, aunque te caigas, aunque tengas que pararte hasta volver a caminar.

Luciérnaga

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